El ocio es una de las actividades más importantes de la vida. Andrew Smart
¿Cómo llega éste señor a ésta conclusión? ¿Es él un vago incurable, un delirante? Nada de eso. Se trata de un investigador científico que comparte con nosotros los últimos estudios sobre éste tema en su reciente libro: “El arte y la ciencia de no hacer nada”, del cual extraigo casi textualmente algunos párrafos a partir del siguiente título.
Contrariamente al mandato que parece imperar en nuestros días, donde cada vez hay que “hacer más” (sumando trabajo, compromisos familiares, sociales, gimnasio, estudios, etc), una de las “tareas” más importantes para combatir el estrés crónico, y que siempre menciono en mis talleres, es tener cada día tiempo libre. Sin programación, sin obligaciones. Es ahí donde no sólo tenemos momentos de descanso, sino que, de acuerdo a recientes investigaciones provenientes de las neurociencias, afloran en nuestro cerebro las ideas más creativas.
EL “PILOTO AUTOMÁTICO” Y LA CREATIVIDAD
Siempre actuamos con un propósito, con un objetivo determinado. Pero cuando no lo hacemos, y abandonamos nuestra agenda, nuestro cerebro entra en una especie de “piloto automático”; es aquí cuando, contrariamente a lo que se suponía hasta hace poco, nuestro cerebro tiene una gran actividad, en la cual aflora nuestra creatividad y la solución a problemas que hasta el momento nos parecían insolubles.
Permitir que el cerebro repose amplifica su tendencia natural a combinar percepciones y recuerdos y convertirlos en conceptos nuevos. Diversas investigaciones recientes constituyen la base de la idea de que, con el fin de aprovechar a fondo el potencial creativo del cerebro, debemos permitirnos gozar de períodos extensos e ininterrumpidos de ocio. Como mínimo, es posible que el descanso sea tan importante para la salud cerebral como lo es la actividad mental dirigida, si no más.
Calificamos a los adultos que se entregan a la contemplación de excéntricos, ausentes o haraganes. Pero para que el cerebro haga su mejor trabajo, es necesario darse al ocio. Si deseamos que se nos ocurran ideas geniales o tan sólo queremos conocernos a nosotros mismos, debemos dejar de tratar de organizarnos. Al menos, las neurociencias modernas están acumulando rápidamente una enorme cantidad de datos que indican que el estado de reposo es indispensable para la salud del cerebro.
Sin duda, es muy importante ser capaz de responder a las demandas del momento. A veces la supervivencia depende de la capacidad de enfrentar con éxito ese desafío. Sin embargo, si ese momento se convierte en todos los minutos de todos los días de todos los meses de todos los años, al cerebro no le queda tiempo disponible para establecer nuevas conexiones entre cuestiones en apariencia inconexas, identificar patrones y elaborar nuevas ideas: en otras palabras, no le queda tiempo para ser creativo.
Pensadores como Bertrand Russell y Oscar Wilde tal vez hayan aprovechado algo que la neurociencia moderna recién está empezando a descubrir. Esos pensadores, y muchos más, sostuvieron a lo largo de sus vidas que una persona solo podía realizar su potencial con plenitud a través del ocio. Puede sonar paradójico, ya que desde chicos nos enseñan lo contrario. Pero dada la concepción del cerebro que está naciendo del trabajo de las neurociencias modernas, puede no ser accidental que a medida que nuestros horarios laborales se extienden, nuestro bienestar mental y nuestra salud física disminuyen.
El ocio debe ser entendido como cualquier momento del día en que un individuo no se encuentra sujeto a un horario impuesto externamente y tiene ocasión de no hacer nada o bien cuenta con la libertad de dejar vagar el pensamiento hacia donde sea que lo lleven las ideas que se presenten en la conciencia en ausencia de ocupaciones. Las verdaderas epifanías, sean artísticas o científicas, emocionales o sociales, solo pueden producirse en esos raros momentos de ocio.
EL OCIO Y EL AUTOCONOCIMENTO
En nuestra cultura pareciera que tenemos más bien terror al ocio. En el mejor de los casos, lo vivimos con culpa. En parte, a veces, porque tememos pensar en nuestro mundo interior, y descubrir o que afloren cosas oscuras o que no nos gustan. Entonces, quienes disponen de mucho tiempo libre tienden a deprimirse o aburrirse. No obstante, el ocio puede constituir el único camino verdadero al autoconocimiento.
Investigaciones recientes han revelado que es probable que algunas formas de autoconocimiento sólo se nos presenten en estado de ocio. Pero para muchas personas, esta experiencia puede resultar aterradora. Es probable que nuestro inconsciente guarde contenidos que preferiríamos dejar donde están. ¿Podría ser que esos materiales incómodos que suprimimos, llenando de actividades nuestra agenda para olvidarlos, estén llamando a la puerta de la conciencia por algún motivo? La noción de sentido común respecto de los “adictos al trabajo” es que no soportan el ocio y la inactividad porque eluden el dolor emocional mediante el trabajo continuo.
No sólo recalcamos la necesidad del ocio, sino que afirmamos que el ajetreo crónico (estar siempre con la agenda completa) es perjudicial para el cerebro y, en el largo plazo, puede entrañar consecuencias de gravedad para la salud. En el corto plazo, el ajetreo destruye la creatividad, el autoconocimiento, el bienestar emocional, la capacidad social y puede dañar la salud cardiovascular.
Una de las grandes paradojas de la vida moderna radica en que la tecnología, a pesar de sus ventajas, está quitándonos en realidad nuestro tiempo para el ocio. Ahora estamos conectados las 24 horas del día, los 7 días de la semana. El ocio se ha vuelto anacrónico.
EL EXCESO DE TRABAJO
La sola idea de la esclavitud constituye a todas luces un craso error. Algún día, es posible que veamos nuestra actual ética del trabajo del mismo modo. El día en que se corrijan ciertos errores de los que adolecen nuestras creencias respecto del cerebro, la idea de nuestra sociedad recargada de trabajo resultará abominable e insensata para las generaciones futuras.
Imaginemos que correr hasta morir en un maratón es una versión abreviada de nuestra vida. Durante el maratón, cuando nos acercamos al límite de la capacidad de nuestro cuerpo para soportar el estrés, el cerebro no dejará de enviarnos advertencias. Los músculos se fatigan y empezamos a experimentar una necesidad incontenible de detenernos. Podemos sentirnos desorientados y sufrir fallas momentáneas de la conciencia. Algunas personas pueden pasar por alto esas advertencias y seguir adelante hasta alcanzar un punto en el que ya no hay vuelta atrás. A lo largo de la vida, aunque con menos intensidad, el cerebro nos advierte una y otra vez que trabajamos demasiado. En el plazo de una vida, el estrés constante que resulta del exceso de trabajo aumenta el riesgo de depresión, enfermedad cardíaca, ataque cerebrovascular y ciertos tipos de cáncer: la lista es larga y horrenda.
Estar sentados sin hacer nada en actitud contemplativa no es algo que la escuela o el mundo del trabajo toleren. Debemos preguntarnos cuántos posibles Isaac Newton estamos sofocando solo para poder controlarlos, en la escuela o el hogar. ¿En qué medida la noción de que los niños deben concentrarse y organizarse no tiene su origen en nuestra vida como adultos, obsesivamente organizada? ¿Y por qué es que nuestra vida como adultos debe estar obsesivamente organizada?
Gozar del ocio es anatema a nuestra creencia cultural de que si no desarrollamos una continua actividad, no aprovechamos al máximo nuestro potencial, creencia que nos enseñan de manera implícita desde nuestra infancia. Las neurociencias modernas tal vez nos muestren que, en rigor, la verdad es la contraria: nuestro verdadero potencial solo puede realizarse si disponemos de períodos en los que no hacemos nada.
EL OCIO Y LOS NIÑOS
Cuando los niños empiezan la escuela (y cada vez más, antes de iniciar su escolaridad), los padres llenan sus vidas con una inacabable serie de actividades: deportes, clases de música, inglés, campamentos de verano, equitación, teatro, preparación para olimpíadas de matemáticas y talleres de ciencias. Cierta clase de padres parece experimentar un temor ubicuo y profundo de que sus hijos puedan disponer de tiempo para no hacer nada y ser niños. Los padres se ven en la necesidad de trabajar cada vez más horas, a veces por el mismo salario. Obligamos a nuestros hijos a soportar un bombardeo interminable de actividades que ofician de padres sustitutos, como una manera de convencernos de que todavía participamos en la vida de nuestros hijos de algún modo significativo.
Podemos recibir el informe de los maestros o de los entrenadores y profesores acerca de los avances de nuestros hijos, sin haberlos visto jamás llevar a cabo la actividad en la que los inscribimos. Después de todo, tenemos cosas más importantes que hacer, como trabajar. No debería sorprendernos que a medida que las “citas de juego” reemplazan la actividad de pasar el rato con amigos y jugando al aire libre, los índices de angustia y depresión infantil se hayan disparado por las nubes, así como la obesidad infantil.
Es posible que la actual generación de niños sea la primera que tenga menor esperanza de vida que la generación anterior. Más allá del volumen de datos epidemiológicos y clínicos que esperemos ver para convencernos de que esta posibilidad es real, la causa subyacente es bastante sencilla: los niños que no pasan varias horas todos los días corriendo al aire libre, compartiendo con amigos, sin hacer nada en especial y, en cambio, destinan cada instante del día a tareas y clases inducidas por sus padres, a verse con sus amigos con horario, comer alimentos procesados y jugar a los videojuegos para explorar sus mundos virtuales, aumentan de peso y se deprimen.
Obligar a un niño a ser un miniadulto hiperorganizado, y a veces estimulado farmacéuticamente, a una edad temprana anula la sensación de control sobre el propio mundo de ese niño. La depresión y la angustia se encuentran fuertemente correlacionadas con la sensación de falta de control de la propia vida de un individuo.
A medida que los niños se ven sujetos a más horarios y mediciones, a más gestiones orientadas a multiplicar sus logros, y se vuelven más rehenes de los medios digitales, su creatividad disminuye.
Irónicamente para una cultura obsesionada con optimizar el desarrollo infantil, es cada día más cuantioso el volumen de datos que indican que para que el cerebro se desarrolle de manera adecuada, es crucial su actividad sin metas dirigidas externamente.
Como resultado de las constantes demandas y actividades externas en que los niños se ven obligados a participar, sumadas a incontables horas destinadas al uso de dispositivos digitales, es cada vez menos el tiempo del que disponen para la instrospección, el procesamiento de experiencias sociales y emocionales y la autorreflexión.
Es más, puede ocurrir que los niños adquieran una relación de incomodidad con su yo ocioso, como muchos adultos. Cuando esto sucede, el ocio induce inicialmente un sentimiento muy similar al que experimenta un fumador que ansía tabaco: desesperación e inquietud. El niño buscará obtener estimulación externa en los dispositivos digitales, la aprobación de sus maestros u otros adultos.
CONCLUSIÓN
Así como los músculos necesitan tiempo para recuperarse después de ejercitarlos, nuestros cerebros requieren de tiempo para recuperarse después de interactuar con el mundo exterior. Estar enloquecidamente ocupados todo el día no solo es malo para nosotros mismos, sino que además nos impide descubrir el ser humano que podríamos ser.
Entonces les propongo: a buscar y vivir el ocio con alegría y sin culpa, como parte indispensable de una vida sana y equilibrada.
Artículo publicado en la revista Utopía Azul (2014) – Autor: Oscar Hernando